Por Juan Egia
El Silvio Berlusconi creado por Toni Servillo tiene mucho de mueca o de caricatura de sí mismo, siempre jugando a ser un mito venerado y adorado, ante el que se postran hordas de tías buenas (aunque algunas evidentemente son mucho más que eso) y de trepas que buscan arrimarse al ascua del poder. Aún así, Paolo Sorrentino no hace un retrato simple o monolítico del personaje, muestra más caras y lo convierte en un antihéroe, bastante patético, pero en cierto sentido, entrañable. Seguramente, el auténtico Silvio Berlusconi es mucho más negro y funesto. Pero Sorrentino es escritor. Sabe construir personajes que funcionen, que enganchen al lector/espectador. La ficción tiene leyes distintas a la realidad. Y esta es su personal y deliciosa versión de la realidad, no una denuncia política o periodística de la corrupción, sino más bien es su historia sobre qué les ocurre a las personas que quieren alcanzar la política y el dinero a toda costa, o el dinero y la política más bien, pero nunca es suficiente, cada vez más infelices. Silvio (y los otros) es ese teatro felliniano y absurdo, de mansiones, piscinas y fiestas llenas de modelos, aburridas y sin sentido (las fiestas y los/las modelos), donde casi todos los otros persiguen a Silvio, para ser tocados por la mano del César, a ver si así se les pega algo de su "grandeza".
Le sobra metraje y tal vez no llega a la genialidad de La Gran Belleza (2013) o a la sensibilidad de La Juventud (2015), pero está ahí, con algunas secuencias sublimes que te gustaría volver una y otra vez para fijarte en algunos detalles y gestos, o para escuchar los diálogos de sus ambiciosas criaturas. INPERDIBLE
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