
Todo un personaje, Rufus Wainwright. Empatizó enseguida con la audiencia a través de guiños entre ácidos y surrealistas (muy queer): el Kursaal visto como una pirámide azteca, la alusión a una ciudad llena de ”homosexuals” y “surfers”, o cuando dijo “perdonad si os ciego con mi magnificencia”, refiriéndose al brillo de las estrellas que engalanaban su traje blanco.
Hizo reír a algunos. Pero nos hizo sentir a todos con el dominio de su voz, oro de muchos kilates; y sus temas, melodías talladas en el mismísimo cielo del pop, pasado por el tamiz del music hall.
Casi al final del concierto, tras un largo repertorio, con intermedio incluido, donde la orquesta y el propio Rufus se mostraron bastante parados, el artista dio un giro inesperado y entró en un mundo broadway, donde se le vio más suelto que nunca: Judy Garland. Apoteósico final. No os desvelo más. Si tenéis oportunidad de verle en directo, merece muchísimo lo que paguéis por ello.
J.
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